Es un día despejado en la plantación de Puerto Rico. Pese a la humedad, un equipo de maquilladores hace lo posible para que George Clooney no parezca sudar. Vestido con un polo azul claro desabrochado, kakis beige y luciendo barba de semanas, Clooney deja colgar sus gafas de sol y mira hacia las plantas de café que suben colina arriba.
Es una escena muy distinta a las que estaba acostumbrado. No hay ninguna fiesta elegante, está a centenares de kilómetros de alguna cafetería chic y, en lugar de una guapa y sofisticada actriz, rodará sus escenas con José, el propietario del cafetal.
«Vaya», piensa Clooney, «como cambian las cosas».
En 2006 Clooney entró en una (seguramente falsa) cafetería vestido de traje y jersey negro, pelo corto, afeitado perfecto. Saludó al actor que interpretaba el encargado de la tienda y el primer plano de una mano nos mostró como supuestamente servía un Nespresso por corte. A su lado, una sofisticada actriz detallaba a otra actriz la gama de sensaciones que le producía el café que (no) estaba tomando, creando un irónico equívoco con el propio Clooney, galán derrotado por la superioridad del café.
Durante 13 años Nespresso, Clooney y su What Else? final formaron un triunvirato de oro con el que la marca alcanzó cifras de venta espectaculares, más tratándose de un producto poco menos que de lujo. Con un price-premium más que notable Nespresso se convirtió en uno de los pocos productos de gama alta consumido por las masas. El otro, el iPhone, nació un año después.
En 2019, a Nespreso se le dio por hablar de huracanes, guerras civiles y del cambio climático. Sus nuevos cafés dejaron de evocar vagos conceptos en italiano y empezaron a llevar el nombre de los países en lo que se cultiva cada uno. Y sí, Clooney se dejó barba, y cedió todo su protagonismo a las historias reales de cafeteros nada glamurosos. Todo formaba parte de su iniciativa Reviving Origins, una plataforma de apoyo a productores de café ecológico situados en zonas en conflicto o afectadas por catástrofes medioambientales.
El año siguiente la marca lanzaría la plataforma de contenidos The Positive Cup, y Clooney prácticamente desaparecería en favor de múltiples videos en colaboración con National Geographic.
Con el libro de marketing en la mano, el giro radical de Nespresso es un disparo en el pie en toda regla. Renunciar a todo lo construido a lo largo de una década parece justo lo contrario a lo que haría ninguna marca de éxito. Sin embargo, ese giro es, en realidad, consecuencia de un cambio de fondo en la manera como nos relacionamos con las marcas, lo que esperamos de ellas y las nuevas herramientas con las que construir una relación con sus públicos.
Es un cambio que trasciende al branding, algo que se extiende a todo lo que podríamos llamar objetos de afección: marcas, deportistas de élite, diseñadores de moda, obras de ficción, apps y plataformas de redes sociales… Se basa en una idea muy simple, pero de enormes consecuencias. Consumir ha dejado de ser un acto performativo para convertirse en parte de nuestra identidad.
El punto álgido del «consumo como performance» se alcanzó probablemente en los 80 y los 90. Consumir proyectaba una imagen y en buena medida allí residía su valor. Conducir un coche de alta gama proyectaba una imagen de éxito, comprar en determinados centros comerciales proyectaba una imagen cosmopolita y sofisticada, beber según que bebidas proyectaba la imagen una imagen sociable y desinhibida, etc.
Para lograr proyectar esa imagen, las marcas desarrollaron herramientas para definir lo que llamaron «imaginario de marca», un mundo de sensaciones e ideas evocadoras que constituía una isla de significados que los consumidores visitaban en actos de veraneos simbólicos. Los conductores veraneaban en el imaginario de la libertad, los bebedores de refrescos lo hacían en el imaginario de la felicidad, los compradores de perfumes en el imaginario de la seducción…
El punto álgido del «consumo como performance» se alcanzo probablemente en los 80 y los 90
Para aquellos que se lo pudieran permitir, contar con un personaje famoso haciendo de famoso era un buen atajo para hacer de su marca algo aspiracional, un ideal que se deseaba alcanzar, aunque en el fondo todos supiéramos que se trataba de algo imposible, un juego simbólico, una performance.
Quizás por ello, los 90 introdujeron una variante aún más performativa, el consumo irónico. Los 90 fue la década de los bad boys, las bad girls… y las bad brands. Marcas «radicales», «rompedoras», «incorrectas», «para inconformistas». Marcas que construían anti-imaginarios, para los que querían proyectar la imagen de inteligencia distante. Tú y yo sabemos que esto es un juego, así que pasémonoslo bien.
Mientras tanto, algo se movía, lentamente, en el fondo. Algunas personas descubrieron que una misma empresa fabricaba el desodorante Axe i el jabón Dove. Otras se dieron cuenta que la misma marca vendía sus pizzas más baratas usando la marca de un supermercado. Los primeros foros digitales se llenaron de analistas amateurs, que comentaban, valoraban y puntuaban lo que antes simplemente consumían.
Las marcas empezaron a bajar de las nubes y tomar cuerpo. Y de ahí empezaron a viajar de su mundo, al nuestro.
Las marcas no han dejado de vehicular significados, pero esos significados ya no nos definen como consumidores, sino como personas.
Consumir tal o cual marca es ahora un voto a favor de esa marca. Un voto en su totalidad, hacia sus productos, sus precios, su comunicación… pero también a favor de su política de contratación, la afiliación de sus CEOs, o el comportamiento de las celebrities que contratan. Comprar equivale hoy a decir «estoy de acuerdo con eso» y, en consecuencia, el «eso» se ha transformado.
Si las marcas nos definen, nos asociaremos a las marcas que compartan nuestra visión del mundo. Y eso significa que tomar posición ha pasado a ser más importante que ocupar un posicionamiento. Que actuar ha pasado a ser más importante que comunicar. Que relacionarse ha pasado a ser más importante que trasladar mensajes clave. Que lo que pasa dentro afecta mucho a lo que pasa fuera. Que formar parte de la cultura ha pasado a ser más importante que crear una cultura de la que otros quieran formar parte.
Puede parecer que ese giro realista haya matado la magia de las marcas, pero no. No se trata de crear marcas puramente funcionales, o que digan lo que los demás esperan oír. Se trata de crear momentos de magia siendo capaz de conectarse a la realidad de las personas.
No es algo fácil de lograr, entre otras cosas porque pide familiarizarse con una nueva manera de entender las marcas y nuevas herramientas para crear magia. Hoy es una actitud distintiva. Mañana será la única manera de seguir vivo como marca.
Algunas, como Nespresso, están andando ese camino y aprendiendo lo que funciona, y lo que no con la ventaja del que no lo necesita para sobrevivir.
Otras… aún no.
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