La admirable política de diseño del New Yorker mantiene extraordinariamente viva una publicación que nació en la ciudad de Nueva York en 1925. Una que se mantiene fiel a sí misma sin desfallecer, en un equilibrio magistral entre lo que se conserva y lo que muta en cada número.
No hay duda de que una parte nada pequeña del éxito de esta revista con lectores en todo el mundo -a pesar de un nombre en la cabecera que pudiera presumir un contenido local al servicio de una audiencia también local- hay que concederla a su magistral enfoque de las portadas, factor clave de su identidad visual. Asombra la capacidad de inspiración que los ilustradores de élite que dejan su firma en las portadas transmiten a los lectores, haciendo deseable la publicación número tras número.
Asombra a su vez la capacidad de fascinación que ejerce la publicación sobre los artistas convocados, empujándoles a dar lo mejor de sí mismos dentro de un determinado marco o guía de estilo, ignoramos si escrito o no, que reúne amabilidad, ironía, ingenio, sorpresa, crítica, incluso indignación si llega el caso. Todo ello servido en un contexto positivo de impresionante investigación formal y de gran lirismo.
Una lección de pertinencia
Esta emocionante charla de TED sobre las portadas del New Yorker vale de verdad la pena. Disfrutadla. Toda una lección de pertinencia.
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