Todavía anonadado por el despropósito de la identidad de la candidatura olímpica de Madrid 2020, viene bien repasar identidades olímpicas y de paso releer también el artículo que escribí para allbrand en 2004 coincidiendo con los juegos de Atenas.
Sentir los colores
Un trozo de tela, de uno o varios colores, que se emplea como insignia o señal, es –según define el diccionario– una bandera.
Las banderas siempre están en lo más alto («se llenó hasta la bandera»), dado que su función depende de su visibilidad. Las banderas son hijas del enfrentamiento, de la confrontación, estandartes visibles a los que acogerse, expresivos del bando al que se pertenece o con el que se simpatiza.
A una bandera se la puede jurar, servir, saludar, agraviar y desagraviar. Hay banderas de conveniencia, mujeres de bandera y Antonio Banderas. Incluso se habla de “guerra de las banderas”, como si éstas tuvieran vida propia que perder. Este es un mundo de banderas. Las banderas de siempre y las banderas de hoy: las marcas. No hay bandera si no hay color. Es el color (y la manera en que este se manifiesta) lo que determina la identidad propia y singular de cada una de las banderas. Las habidas y las por haber.
De una detenida observación del conjunto de las distintas banderas (!y marcas!) existentes, se puede deducir que, a pesar de ser inmensa su pluralidad, la singularidad diferencial y específica de cada una de ellas se obtiene mediante el manejo de uno o varios colores, elegidos entre un repertorio compuesto de tan sólo seis (amarillo, rojo, verde, azul, blanco y negro) en distintos matices. Reducido repertorio, aunque a todas luces suficiente, del que en mayor o menor medida, y salvo contadas excepciones, todas ellas participan.
Ocurre, en cierta manera, como en los números, en los que tan sólo la primera decena es singular (1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0), perteneciendo todos los demás al terreno de la multiplicidad. Así, el 69, por poner un ejemplo, es consecuencia de la unión de un 6 y un 9.
Elegir y combinar es crear. Amarillo, rojo, verde, azul, blanco y negro; seis colores que aparecen esenciales y protagónicos en nuestra vida cotidiana. Aparecen en cuanto nacemos. Son los primeros que aprendemos a distinguir y a nombrar y, además, al aprenderlos adquirimos consciencia de la existencia de los demás colores.
Son los colores de los objetos y juguetes infantiles: cubo, pala, lego, parchís…
Son los colores del ocio, del juego y del azar: dominó, billar, ajedrez, poker, ruleta…
Son los colores con que nos guiamos, ordenamos y advertimos: agua fria y caliente, semáforos, señales de tráfico, transporte público, señalización viaria…
Son los colores de Miró, de Mondrian, de Rietveld…
Colores omnipresentes.Vistos pero también dichos: desde el planeta azul observamos el planeta rojo que se decía habitado por hombrecitos verdes. Se puede estar rojo de ira, ponerse rojo de vergüenza o ser un rojo. Se puede ser un viejo verde siendo un piel roja, pero no se puede ser príncipe azul sin ser de sangre azul, aunque cuente chistes verdes. Incluso uno puede estar demasiado verde para liderar a los verdes.
«La prensa amarilla le puso verde por acudir blanco de miedo a ese mercado negro, lleno de gente con negras intenciones, mientras redactaba el libro blanco de la novela negra».
No conocemos cual es la referencia del «Pantone Rojo de Vergüenza», ni es verdaderamente rojo el color de un pelirrojo. El rojo actúa como
color de referencia esencial, paraguas de todos los rojos.
Hay otros rojos, pero están en este.
Todo color que parece rojo es rojo, y lo es por el principio de identificación suficiente. Y lo mismo ocurre con los otros cinco colores de esa paleta esencial.
Una vez establecido que la inmensa mayoria de banderas se generan a partir de esa paleta tan escasamente surtida, y visto que esos mismos seis colores aparecen como funcionalmente esenciales en el desenvolvimiento de la vida cotidiana, podemos convenir en que son los «colores básicos» en la comunicación, y que ello se debe al gran poder que atesoran de ser inmediata e inequívocamente reconocidos como aquellos que son más diferentes entre sí, que poseen una mayor personalidad individual.
Aspecto este en el que es indudable que no hay color. Ganan por goleada. Van líderes.
Probablemente es por todo ello que los deportistas se enfundan en su bandera, bien sea de club, bien sea de selección. De hecho mas que sudar la camiseta lo que realmente sudan es la bandera. Y si la sienten lo que en definitiva sienten son sus colores, mientras los visten para ser vistos.
¿Alguien se imagina un deporte sin banderas? Al fin y al cabo la bandera deportiva por excelencia no es otra que la olímpica, y sus colores no son otros que los seis de marras: amarillo, rojo, verde, azul, blanco y negro. Todos ellos y ninguno más.
Y que gane el mejor, que sea el que sea sin duda ostentará uno o varios de esos seis colores.
Está cantado. ¿Va una porra?